El hígado no avisa. No duele. No manda señales de alarma hasta que el daño está avanzado. Así sucede con la esteatosis hepática metabólica, más conocida como hígado graso, que ya afecta a uno de cada tres argentinos y a casi el 30 % de la población mundial, según estimaciones. Ligada al sobrepeso, la diabetes, la hipertensión y el colesterol alto, esta condición aumenta el riesgo de cirrosis; es decir, la patología crónica que reemplaza tejido sano por fibrosis, dificultando la capacidad del hígado para cumplir funciones vitales.
El hígado es un órgano multitarea: procesa los nutrientes que llegan del intestino, depura sustancias, regula el metabolismo de azúcares y grasas y fabrica proteínas esenciales. Cuando la grasa se acumula en exceso dentro de sus células, el cuadro puede mantenerse estable o devenir inflamación y fibrosis que, en los casos más graves, desemboca en cirrosis.

Durante años se habló de “hígado graso no alcohólico” para diferenciarlo del daño por consumo excesivo de alcohol. Hoy la denominación cambió: esteatosis hepática metabólica, porque el problema está íntimamente asociado al síndrome metabólico —obesidad abdominal, hipertensión, diabetes tipo 2 y dislipemia—. “Ese cambio refleja mejor lo que vemos en la práctica: no es una enfermedad aislada, sino parte de un problema metabólico del organismo”, apunta el especialista.
En Argentina, entre el 25 y el 30 % de la población presenta hígado graso, con una tendencia en alza empujada por los alimentos ultraprocesados, el sedentarismo y un mayor consumo de alcohol. No distingue sexo ni edad: avanza también entre adolescentes y niños, aunque el impacto siga siendo mayor en la adultez por efecto acumulativo.
La enfermedad puede permanecer estable y, en la gran mayoría de los casos, se trata de esteatosis simple (grasa sin inflamación). Solo un grupo menor progresa hacia esteatohepatitis, fibrosis y cirrosis. El riesgo de eventos cardiovasculares y de mortalidad, por cierto, no lo determina el hígado graso por sí solo, sino el entorno metabólico que lo acompaña (diabetes, hipertensión, obesidad, dislipemia): ahí está el verdadero peligro.

Detectarlo temprano cambia el pronóstico. El primer paso suele ser la ecografía abdominal, que permite ver la infiltración grasa y orientar el diagnóstico. Cuando la sospecha se confirma, la elastografía hepática, un estudio simple y no invasivo, nos brinda información relevante: mide la rigidez del tejido hepático y ayuda a estimar la fibrosis, el daño crónico que realmente define el riesgo a futuro. El laboratorio completa el cuadro con un hepatograma y otros parámetros que, combinados en scores validados, permiten estratificar el riesgo y decidir si alcanza con controles periódicos o conviene un seguimiento más estrecho. “Lo fundamental es diferenciar la esteatosis simple —grasa sin inflamación— de la esteatohepatitis, que sí conlleva riesgo de progresión. La consulta con el Servicio de Hepatología es clave”, subraya el profesional.
El doctor Mendizabal apunta que deberían estar especialmente atentos quienes conviven con factores del síndrome metabólico: personas con diabetes o prediabetes, hipertensión, colesterol o triglicéridos elevados, sobrepeso u obesidad abdominal. También quienes llevan vida sedentaria, consumen ultraprocesados o incrementaron la ingesta de alcohol. Muchas veces el camino hacia el diagnóstico arranca por un hallazgo casual: enzimas hepáticas alteradas en un análisis de rutina o una ecografía pedida por otro motivo.

La primera línea de tratamiento no sale de la farmacia: se basa en los hábitos. Bajar aproximadamente un 10 % de peso mejora de manera significativa la enfermedad —y en muchos casos revierte la inflamación—. En la mesa, la dieta mediterránea marca el rumbo: más frutas y verduras, legumbres y cereales integrales, pescado y aceite de oliva; menos azúcares simples y grasas saturadas. “Cuando los alimentos están más cerca de la huerta, mejor”, sintetiza el doctor Mendizabal. El movimiento es el otro pilar: ejercicio aeróbico al menos 30 minutos por sesión, tres o cuatro veces por semana, a una intensidad que se sienta.
Vale decir que hoy no hay fármacos aprobados en Argentina para tratar el hígado graso. En Estados Unidos, la FDA aprobó recientemente dos fármacos para la esteatohepatitis (resmetirom) y el agonista GLP-1, semaglutida. Afortunadamente, el futuro es promisorio: hay más de veinte drogas en desarrollo con resultados alentadores. El Hospital Universitario Austral participa en ensayos clínicos internacionales que evalúan algunas de estas nuevas moléculas y sus combinaciones.
“Hoy, el hígado graso es una de las principales indicaciones de trasplante hepático en el mundo occidental”, añade el experto. Y destaca un costado paradójico: también dificulta la donación. Muchos órganos de potenciales donantes se descartan por exceso de grasa, lo que frustra trasplantes y agranda la brecha entre la necesidad y la disponibilidad de hígados.

Para ordenar el recorrido del paciente, el Hospital Universitario Austral creó recientemente la Unidad de Hígado Graso, con abordaje interdisciplinario. Allí, el paciente es evaluado por hepatología y nutrición, se realizan ecografía, elastografía y laboratorio, y recibe un plan de tratamiento personalizado con seguimiento. La idea es acompañar de manera multidisciplinaria a alguien que no tiene “un problema del hígado” aislado, sino una enfermedad metabólica que impacta en todo el organismo.
De cara a la situación, el desafío es grande, pero hay margen de acción. Prevenir y detectar temprano es la mejor estrategia frente a esta epidemia silenciosa. “Estamos ante un problema de salud pública. La buena noticia es que, en la mayoría de los casos, puede prevenirse o revertirse con cambios en el estilo de vida”, concluye el doctor Mendizabal.
Para más información sobre la Unidad de Hígado Graso, accedé al sitio web.