Un vaso de leche que antes caía bien de repente se vuelve una molestia: hinchazón, gases, dolor abdominal, incluso diarrea. La escena es más común de lo que parece y suele despertar preguntas inmediatas: ¿es intolerancia?, ¿es alergia?, ¿es algo pasajero? “La alergia alimentaria es una reacción inmunológica: el cuerpo interpreta un alimento como algo extraño y lo ataca. Puede provocar síntomas en la piel o en el sistema respiratorio, incluso asfixia. En cambio, la intolerancia a la lactosa no involucra al sistema inmune, sino que ocurre porque falta la enzima que digiere la lactosa. Sus síntomas son siempre digestivos”, aclara la licenciada María Soledad Martínez Sosa, del Servicio de Nutrición y Unidad de Soporte Nutricional del Hospital Universitario Austral.
La lactosa es el azúcar de la leche y necesita de una enzima, la lactasa, para descomponerse en moléculas más simples (glucosa y galactosa, fuente de energía) que el cuerpo pueda absorber. “Cuando esa enzima no está o funciona poco, la lactosa queda en el intestino, fermenta y arrastra agua. Eso genera hinchazón, gases, dolor y diarrea”, detalla la nutricionista. No todas las personas reaccionan igual. Algunas toleran pequeñas cantidades; en otras, mínimos aportes disparan la sintomatología, que suele aparecer entre treinta minutos y dos horas después de haber consumido alimentos con lactosa.

Sobre esta condición harto extendida -a escala global, se estima que alrededor del 70% de los adultos presenta algún grado de intolerancia-, la licenciada Martínez explica que existen dos escenarios posibles: transitoria y permanente.
“Después de una gastroenteritis, se barren las enzimas del intestino y el paciente no puede digerir lactosa durante un tiempo. En esos casos se suspende momentáneamente hasta que el organismo se recupera”, ejemplifica. La forma permanente aparece con la edad o tras períodos largos sin consumir lácteos. “A veces, reintroducirlos de a poco ayuda a que se vuelva a producir lactasa. Otras veces no, y se indica leche sin lactosa”, cuenta la experta.

La leche líquida suele ser la que peor se tolera. En cambio, muchos pacientes pueden consumir yogures (porque sus bacterias degradan parte de la lactosa) o quesos curados, donde la lactosa se reduce durante la maduración. “Cuanto más fresco es el queso, más lactosa tiene; cuanto más duro, menos. Por eso a veces un queso untable cae mal, pero un queso duro se tolera bien”, apunta la nutricionista.
El mercado hoy ofrece versiones sin lactosa de leches, yogures y quesos. Estas alternativas tienen el mismo valor nutricional que las comunes (proteínas y calcio), pero saben un poco más dulces porque la lactosa ya está desdoblada en azúcares simples.
Otro factor clave es cómo se consume: la leche sola suele caer peor que cuando forma parte de una preparación, como un flan o una crema pastelera, donde la tolerancia mejora.
La licenciada Martínez advierte que la dieta también juega un papel clave. “La fibra ayuda a mantener bacterias intestinales beneficiosas, que colaboran en la digestión de la lactosa. En cambio, una alimentación rica en ultraprocesados o el abuso de antibióticos daña esa flora y empeora la tolerancia”, describe. De allí que, además de ajustar los lácteos, se aconseje sumar frutas, verduras, cereales integrales y legumbres, y moderar los alimentos ultraprocesados.

Uno de los errores más comunes es confundir la intolerancia con la alergia. “En la intolerancia no hace falta eliminar todo lo que contenga leche. Lo que molesta es la lactosa libre en altas cantidades, como la de la leche líquida. En preparaciones, esa molécula muchas veces ya está integrada y no genera síntomas”, señala la profesional.
Tampoco es cierto que los bebés suelan ser intolerantes. “La lactosa de la leche materna se digiere mejor que la de vaca. La intolerancia en recién nacidos es muy poco frecuente”, advierte la nutricionista.
Otro equívoco habitual es “congelar” el diagnóstico después de un episodio agudo. Tras una diarrea, la leche puede volver a caer mal y quedar prohibida para siempre. En realidad, muchas veces se trata de una intolerancia transitoria, y la tolerancia puede reevaluarse pasado ese período.
La intolerancia a la lactosa es más habitual a partir de los 30 o 40 años, y muchas veces es el propio paciente el que nota la relación entre malestar y lácteos. Aún así, la especialista recomienda no autodiagnosticarse ni automedicarse. Si bien existen suplementos de lactasa -en pastillas, cápsulas o gotas- que pueden servir de apoyo puntual, por ejemplo en una comida social, no reemplazan la dieta de base ni la indicación de los profesionales.
“Es importante consultar a especialistas, que evaluaremos qué alimentos se toleran, cuáles no, y ajustaremos la dieta para que sea completa y nutritiva, según el umbral de cada paciente”. Al respecto, destaca que muchas personas pasan años sin hacerse un laboratorio, y aconseja controles anuales (de hierro, hemoglobina, vitaminas, colesterol, triglicéridos) para personalizar la alimentación y evitar déficits.
Con el plan adecuado, lo que cambia no es la vida sino la receta: el yogurt, la porción de pizza o el café con leche siguen en la mesa, solo que en versión más amable para el cuerpo.