La idea de que el sonido puede ayudar a sanar viene de lejos. En la Antigua Grecia, ciertos músicos eran considerados expertos en influir en los estados de ánimo de enfermos y, según su dolencia, elegían el aulos -instrumento de timbre penetrante, asociado a la excitación emocional- o la lira, cuya sonoridad se vinculaba con la calma. Siglos más tarde, durante la Primera Guerra Mundial, algunos hospitales europeos retomarían esa intuición de forma empírica, invitando a artistas a interpretar piezas para soldados heridos. Incluso, registros de 1914 documentan el uso de fonógrafos en quirófanos para reducir la ansiedad preoperatoria, en tiempos en los que la anestesia todavía no era una garantía.
Dicho de otro modo: la música ha sido siempre más que un fondo sonoro. Y hoy, en centros de salud como el Hospital Universitario Austral, también puede convertirse en parte activa del tratamiento. “La música tiene la capacidad de modular nuestro estado anímico; de aliviar, conectar, contener”, señala Agustina Iturri, musicoterapeuta del equipo de Cuidados Integrales del Hospital Universitario Austral, quien destaca que, más allá de lo estrictamente emocional, existen efectos medibles.
La música incide en la presión arterial, la frecuencia cardíaca y la respiración; a nivel neuroquímico, estimula la liberación de endorfinas, dopamina y opioides endógenos, lo que atenúa la percepción del dolor y potencia las sensaciones de bienestar. También contribuye a reducir los niveles de cortisol (la hormona del estrés), mejora la calidad del sueño, favorece la concentración, y facilita la expresión emocional, convirtiéndose en una herramienta valiosa tanto en contextos clínicos como terapéuticos. Apenas algunos de sus efectos bienhechores; entre los cuales, su fascinante impacto en el cerebro…
“La memoria musical tiene su lugar específico”, explica la especialista. “Dentro del núcleo accumbens, donde se guarda la memoria en general, hay una pequeña estructura donde se almacena la información musical. Y muchas veces, incluso en enfermedades neurodegenerativas, esa zona permanece intacta”. Por eso, añade Iturri, una persona con Alzheimer puede no recordar su nombre, pero sí cantar una canción de su infancia. O bien, un paciente con afasia puede expresarse mejor cantando que hablando.
Cualquier persona puede escuchar canciones para relajarse o acompañarse en un momento difícil. Pero en musicoterapia se trabaja con objetivos terapéuticos definidos, dentro de un vínculo entre paciente y profesional, y con música en vivo que se ajusta al estado físico y emocional de la persona. “La música se adapta al ritmo respiratorio, a la frecuencia cardíaca del paciente. Y desde ahí, se puede seguir o transformar esa cadencia, según lo que necesite”, explica la profesional. Ese fenómeno —conocido como entrainment— se basa en una ley de la física por la cual dos cuerpos tienden a sincronizarse. “Toco un instrumento con ese pulso interno y, si el objetivo es calmar, por ejemplo, voy bajando el tempo muy gradualmente. Lo importante es observar cómo responde el paciente”.
También se tiene en cuenta cómo escucha la persona: si presta atención a la letra, si necesita una melodía instrumental, si busca recordar o distraerse. Algunas sesiones son receptivas —el paciente escucha— y otras activas, donde se canta, se improvisa o se compone. “Hay quienes nunca tocaron un instrumento y dicen: siempre quise aprender guitarra. O quieren dejar algo grabado. No hace falta saber música”.
El entorno también entra en juego. “Muchas veces trabajamos con la familia. Se elige una canción para otro, se canta entre varios, se hace un regalo sonoro. La música es parte del lazo, y en contextos como los cuidados paliativos, eso tiene un valor enorme”.
La musicoterapia se aplica hoy en múltiples contextos médicos: desde neonatología hasta salud mental, rehabilitación neurológica, internaciones prolongadas, procesos oncológicos, cuidados paliativos, pediatría, geriatría. También forma parte de intervenciones en discapacidad, dolor crónico y trastornos del ánimo. “No es una técnica complementaria ni una actividad recreativa. Es una disciplina clínica, con evidencia, con formación universitaria, con intervenciones precisas”, subraya Iturri.
Cada aplicación requiere conocimiento específico: qué tipo de música, en qué momento, con qué fin. Y eso implica, también, conocer la historia de la persona, sus síntomas, su contexto. “No hay recetas universales. Hay evaluación, escucha y diseño terapéutico”. En entornos hospitalarios, el trabajo es interdisciplinario. “La música puede hacer mucho, especialmente cuando se trabaja con grupos sólidos de especialistas: médicos, psicólogos, kinesiólogos, enfermeros…”.
Sobre la creencia de que ciertos géneros son más “saludables” que otros, Iturri es clara. “Los musicoterapeutas no creemos que haya música buena o mala. Hay pacientes que se relajan con temas de heavy metal. Y otros a quienes la música clásica los pone nerviosos. Todo depende del vínculo que cada uno tenga con esa música”. Una misma canción puede ser reconfortante en un momento y muy dolorosa en otro, advierte la experta. “Porque la música acompaña nuestra historia. Y ese vínculo es lo que vuelve significativa a una pieza musical, más allá del estilo”.
Cabe mentar que, como toda disciplina, la musicoterapia se apoya en modelos teóricos diversos. Hay escuelas centradas en la improvisación, como Nordoff-Robbins; otras en las imágenes guiadas (GIM) o en la comunicación no verbal (como el modelo Benenzon, desarrollado en Argentina). También existen especializaciones según la edad, el tipo de patología. “No es lo mismo trabajar en neonatología que en salud mental. O en una clínica de rehabilitación neurológica que en cuidados paliativos. Cada población requiere herramientas y formación específicas”.
No toda canción hace bien. Y no siempre es bienvenida. “Una composición puede traer un recuerdo doloroso. Puede irritar, angustiar, molestar. Y eso también lo evaluamos”, dice Iturri. “El silencio es parte de la intervención. Hay pacientes que me dicen: hoy no. Y eso también se respeta”. Por eso también marca una diferencia con los usos espontáneos en hospitales. “Un músico tocando en los pasillos puede ser hermoso para algunos, pero molesto para otros. La buena intención no alcanza. Hay que saber qué se está haciendo, por qué y para quién”.
Iturri forma parte del Servicio de Cuidados Paliativos del Hospital Universitario Austral, donde atiende exclusivamente a pacientes adultos con quienes trabaja en función de los síntomas, la etapa de la enfermedad y el entorno afectivo. “La especificidad de los cuidados paliativos hace que los procesos sean muy distintos entre sí. Hay pacientes a quienes veo una sola vez, y otros con quienes compartimos semanas. Lo importante es adaptar la intervención al momento clínico y emocional de cada persona”.
Las sesiones comienzan con una evaluación y una breve explicación. “Todavía hay mucha gente que no sabe qué es la musicoterapia. Entonces les explico que es una disciplina de la salud, que puede ayudar a aliviar síntomas físicos como el dolor o la falta de sueño, o a acompañar desde lo emocional”. En ese acompañamiento, el entorno también cuenta.
Además de su trabajo clínico, Iturri lideró en 2023 un ensayo clínico con 60 pacientes oncológicos. La investigación —realizada en el marco de su doctorado en Ciencias Biomédicas— comparó a dos grupos: uno recibió sesiones de musicoterapia receptiva con música en vivo; el otro, no. Se midieron variables como dolor, ansiedad, insomnio, apetito y frecuencia cardíaca, antes, después y 24 horas más tarde. “El impacto fue significativo. Hubo mejoras inmediatas en casi todos los síntomas evaluados. A las 24 horas, el efecto disminuía, por eso ahora estamos diseñando un protocolo de intervenciones sostenidas, para ver si podemos mantener el beneficio en el tiempo”.
También está trabajando en el desarrollo de sesiones que integran música en vivo y realidad virtual, en las que los pacientes pueden elegir un entorno visual —un paisaje, una escena— y acompañarlo con una banda sonora personalizada. “Es una forma de salir, aunque sea simbólicamente, del cuarto de internación”.
Su instrumento de elección es el violín, pero no siempre lo utiliza. “Es muy expresivo, pero hay pacientes a quienes no les gusta su timbre. Y no siempre es lo más adecuado. A veces la guitarra o incluso la voz generan una cercanía mayor. La voz tiene algo íntimo, directo, que conecta desde otro lugar”.
La improvisación, las canciones conocidas, el silencio como parte de la intervención: todo puede formar parte de una sesión. En el Hospital Austral, como en otros centros de salud que la incorporan con criterio y evidencia, la musicoterapia ofrece un recurso terapéutico que no reemplaza, pero complementa: no reemplaza al medicamento, pero lo acompaña; no reemplaza a la palabra, pero la amplifica. Y a veces, cuando el cuerpo ya no responde, una canción bien elegida puede ser lo que todavía queda por decir.